Desigualdad y pobreza no son lo mismo. La desigualdad es la consecuencia de un sistema de libre mercado en un contexto de teórica igualdad de oportunidades. Sin embargo, la realidad es que nacemos iguales, pero no todos lo hacemos en un mismo entorno familiar, económico, y social. Eso, nos guste o no, y salvo excepciones, produce una desigualdad real de oportunidades. Pero, además, cuanto mayor es la influencia de ese entorno en las oportunidades de las personas, el …
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Desigualdad y pobreza no son lo mismo. La desigualdad es la consecuencia de un sistema de libre mercado en un contexto de teórica igualdad de oportunidades. Sin embargo, la realidad es que nacemos iguales, pero no todos lo hacemos en un mismo entorno familiar, económico, y social. Eso, nos guste o no, y salvo excepciones, produce una desigualdad real de oportunidades. Pero, además, cuanto mayor es la influencia de ese entorno en las oportunidades de las personas, el poder económico se tiende a concentrar.
Si esa concentración fuera natural, no hay nada que objetar. Pero no lo es. Y aunque se consiguiese el objetivo ideal, las desigualdades económicas existirían igual. Eso es lo que justifica medidas para reducirlas, y que, por su naturaleza, son predistributivas en la medida que inciden en la distribución de la renta antes de impuestos, y, por tanto, en una redistribución más justa de la misma. Pero con ellas no es suficiente.
El libre mercado genera, per se, desigualdades. Para reducirlas, es necesario orientarlo al bien común. El problema es que, coincidiendo en el objetivo, no coincidimos en el diagnóstico. En mi opinión, una economía de libre mercado orientada al bien común exige priorizar el bienestar de la sociedad frente al bienestar individual y material.
Esto no significa estigmatizar la riqueza, pero sí poner límites a cómo conseguirla. No todo vale. Sin ir más lejos, la propia investigación y las nuevas tecnologías han de tener límites. La obtención de riqueza ha de hacerse garantizando la sostenibilidad del ecosistema, y la dignidad de las personas, así como promoviendo el trabajo como único medio para conseguirla. Ha de promover también la cooperación entre los operadores económicos y poner límites a las actividades que transgreden el bien común.
Eso exige, una vez más, políticas predistributivas, políticas que implican una renuncia a la obtención de la riqueza que contravenga tales límites.
Junto a ello, es también necesario una política de fomento a la creación y continuidad de las empresas que, orientadas al bien común, se comprometan con el bienestar de la sociedad. Una política que proteja la creación y reinversión de esa riqueza, así como la capitalización de aquellas.
La pobreza, sin embargo, es vivir por debajo de los límites que garantizan una vida digna. La solución, en estos casos, es promover las condiciones para superarla, circunstancia que obliga a ahondar en la pluralidad de sus razones procurando ponerles solución. La familia y las ONG son en este contexto muy importantes. Y solo si no es posible superarla, la ayuda pública es temporalmente imprescindible porque el Estado es quien ha de responder subsidiariamente. Pero la ayuda no es la solución.
Las ayudas permanentes crean dependencia. Pero, además, si no se tiene un conocimiento preciso de sus destinatarios, o si no hay control, el riesgo de que no lleguen a sus destinatarios, o de fraude, es grande. Por su parte, la burocracia para conseguirlas reduce su eficacia. De ahí, una vez más, la importancia de la familia y de las ONG.
A menor gasto en ayudas, más cerca estaremos del objetivo. Es, pues, imprescindible la valoración ex post de las políticas de gasto.
Las políticas predistributivas son, pues, la solución a la pobreza y a la desigualdad. Los impuestos permiten financiar algunas de estas políticas, pero no son su solución originaria. No son el punto de partida.
La solución no es hacernos menos desiguales gracias a los impuestos. Si se hace así, los impuestos son un castigo. La progresividad no es un instrumento para redistribuir mejor la riqueza. Es un instrumento para garantizar la igualdad en el esfuerzo fiscal. Pero, además, la progresividad no se puede medir en función de un único impuesto, sino de la totalidad de los impuestos que pagamos con relación a la riqueza que generamos.
Y ahí radica la trampa. Un IRPF progresivo que asfixia a las rentas medias y bajas y un sistema tributario que beneficia a quien más capacidad de pago tiene. Pero, aun así, el problema no son los ricos. Es la falta de equidad en la fiscalidad de la riqueza que conlleva, a su vez, una desigualdad en el esfuerzo fiscal.Esa desigualdad nada tiene que ver con la desigual distribución de la renta antes de impuestos ni con la pobreza. Mientras desigualdad y pobreza exigen revisar las políticas predistributivas y las políticas de gasto, la desigualdad en el esfuerzo fiscal obliga a revisar la progresividad del sistema tributario en su conjunto, y, en concreto, la fiscalidad de la riqueza.
No hay que olvidar que la verdadera redistribución se hace a través del gasto y de las políticas predistributivas. Cuestión distinta es la necesidad o no de mayores recursos, el debate sobre la eficiencia y eficacia en el gasto, sobre el mayor o menor peso de lo público, o sobre la calidad de los servicios públicos.
Personalmente, creo que la prioridad es concretar nuestro modelo económico, revisar las políticas predistributivas, y mejorar la equidad de la fiscalidad de la riqueza. La solución obliga, eso sí, a dejar de utilizar los impuestos como un instrumento de lucha de clases, y, con rigor, ponernos de acuerdo en los límites de esa economía orientada al bien común, en sus políticas predistributivas, y en una justa fiscalidad de la riqueza.
Pero no confundamos los conceptos. Esa es, al menos, mi propuesta de regeneración del bienestar social.
Antonio Durán-Sindreu Buxadé es profesor Asociado UPF y Socio Director DS
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